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19/09/2014 - Jorge Alemán

"Después del discurso analítico, la izquierda no puede ser utópica"

En la frontera. Sujeto y capitalismo. El malestar en el presente neoliberal, tal es el título que eligió Jorge Alemán, psicoanalista, poeta y agregado cultural de la embajada argentina en Madrid, para bautizar sus conversaciones con la politóloga española María Victoria Gimpel, en el cual recorre sus preocupaciones históricas sin ceder a cierto nihilismo a la page que acaso un discípulo de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, también enfrascado en una militancia política, decididamente debe ignorar.

Ignorar, por supuesto no es desconocer los problemas que afectan a nuestro país, pero este hombre, exiliado en España desde 1976, prefiere poner en discusión las cosas, con las armas del psicoanálisis y de la filosofía, desde una perspectiva global. Si bien es cierto que un nuevo Leviatán parece tomar el control de la subjetividad, también es cierto que existen puntos de fuga, en las distopías más que en las utopías.

Esas vacuolas de sin sentido, no homologables ni mensurables, suponen un acontecimiento político que Alemán –su ajustado olfato emancipatorio– logró aislar en la experiencia abierta por Néstor Kirchner en la Argentina, en 2003. El autor de este libro recién publicado por la editorial Gedisa, no sabía entonces cómo sería la avanzada institucional contra las fuerzas desatadas después del 2001 local. Pero para apostar, resultó imprescindible que su formación fuera menos la de un cientista político que la de un psicoanalista.

Después del discurso analítico, la izquierda no puede ser utópica, pues nunca existirá una sociedad reconciliada consigo misma y sin fractura. No puede ser revolucionaria, pues no hay un corte que permita que empiece todo de nuevo (…) Tratar el retorno del pasado sin nostalgia y con la energía de lo venidero, ¿no es esta la guerra aplicada del deseo?, se pregunta el hombre.
 
Y resuenan los nombres: El guerrero aplicado de Jean Paulhan; la filosofía del límite de Eugenio Trías, de quien Jorge aprendió a pensar que en la periferia, en la frontera, proliferan invenciones que no se reducen a obturar la pulsión de muerte como tampoco decir – y sólo decir – el desierto crece o en el peligro está la salvación.
 
¿Por qué? Porque la pulsión de muerte resulta imposible disciplinar aún con el despliegue de la ciencia de última generación, la tecnociencia, la ciencia que día tras día estrecha más sus pliegues, dirige desde sus aparatos de marketing las ilusiones de elección, cuando si eso sucede, y no es tan obvio, resulta de una convergencia que redunda en un episodio inesperado. Es una decisión que implica ganar, perder, cambiar.
 
El consumo de gadgets, por cierto, no merece la condena de Alemán. Finalmente, por una metonimia imparable, ese es el discurso del capital, que medra en ese sitio incurable que provoca el deseo y flirtea con el goce. Pero la diferencia es que el otro del deseo es para cada cual. El goce, atravesar ese Leteo deja al sujeto solo, en una soledad común.
 

Esa soledad común suele resultar insoportable, y la política, con sus limitaciones estructurales y bajo el horizonte de la muerte, se supone debe ser capaz de reactivar las energías emancipatorias que laten en el común. Así las cosas, apostar por una razón de estado que haga prioridad en la sociedad civil, es imposible que sea un cálculo de mala fe, una voluntad de poder sin límites o un arribismo de circunstancia.

Lo veo a Alemán discutiendo con Ernesto Laclau, con Antonio Negri, con Judith Revel, con Jacques-Alain Miller, con Alain Badiou, con sus colegas. Lo veo jugando una carta fuerte contra cierta burocratización del expediente democrático argentino y con el experimento español, Podemos, en  el otro extremo del arco. ¿Creer? Decidir.
 
La soledad del sujeto no surge de un solipsismo a partir del cual es capaz de fundarse a sí mismo por medio de un acto reflexivo que lo autoposicione frente al mundo. No es una soledad que proceda de alguna potencia de la que el propio sujeto dispondría para constitutirse desde sí mismo. Su soledad, por el contrario, emerge del hecho de que si bien se constituye en el campo del Otro, su modo de emergencia se realiza de manera tal que es imposible establecer una relación definitiva.
 

A ese rasgo, Freud llamó malestar en la cultura, y lo tidó como efecto de una serie de renuncias pulsionales. En el desierto de lo real, a cada quien según sus capacidades, a cada quien según su deseo. Como nunca, ceder a la melancolía es ese riesgo que implica transformarse en un objeto más de los muchos sujetos que lo son o lo serán.  

 


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